Las carreteras siempre transitaban pegadas al océano y, cuando no, discurrían entre arboledas, bosques, dunas o montañas rocosas que siempre daban al mar. Una autopista con vistas al mar me pareció un lujo. Todos esos carriles y kilómetros de asfalto tenían las mejores vistas del mundo, todo el tiempo y en cualquier punto. Los tinerfeños circulan con sus coches habituados a la inmensidad pero yo no podía dejar de grabar y memorizar esas imágenes. Todo ese océano era la melodía de un viaje mucho mejor, el de las olas compartidas con ellos, un grupo de amigos y surfers locales que me descubrieron los tesoros mejor guardados de la isla, sus olas, su estilo de vida, rincones y gente preferida… la magia del surf, su surf.
*Por respecto a mis amigos, a la cultura surfer y a los surfers de la Isla no facilitaré los nombres de las playas en las que surfeamos Pero si queréis conocer olas magníficas y gente estupenda, os recomiendo la Escuela de Surf Ocadila. Gonzalo es un magnífico profesor y estaréis rodeados de gente bonita y que sabe de verdad de olas. ¡Con suerte también conoceréis a Cahora!
Recuerdo a la perfección aquella conversación con Juan en la que me animaba a visitar Tenerife y surfear con él y sus amigos. Pasar unos días allí no era fácil para mí por circunstancias personales que no vienen al caso (eso para el libro, cuando lo escriba…jejeje), pero gracias a ellos y a mi persistencia, llegué un día a casa de Mónica y Dani con una maleta, muchos nervios y una ilusión completamente desbocada. La noche anterior al viaje no dormí casi nada, por los nervios, como cuando de chica había excursión al día siguiente. En la maleta de tamaño cabina, bañadores, pantalones cortos, dos toallas pequeñas de playa, chanclas, un vestido (que no llegué a ponerme) y el neopreno 3/2. Ni siquiera me cabía el poncho. Fui con muy poco, pero créanme, me volví con mucho.
Me alojé en casa de Dani y Mónica, probablemente la pareja de surfistas más apasionados que conozco por las olas. En esa casa hay surf por todas partes, en sus paredes, en sus habitaciones, en su tele, en su música, en sus conversaciones, en lo que deciden y en cómo lo deciden. Hay tantos detalles bonitos, pequeños y deliciosos, en cómo me acogieron en su casa que se me ponen los ojitos de dibujo animado japonés cuando lo recuerdo. Desde el primer día que les conocí me sentí afortunada.
El plan era unirme a ellos, a su día a día surfeando. Iría en sus coches, como una más. Fui sin expectativas de ningún tipo. Sabía que surfeaban mucho y eso era lo único que quería hacer, surfear con ellos. Y hasta me dejaron un corcho de 7’’ que tenían. Ni siquiera tuve que llevar mi corcho o alquilar.
Sé que cada día soy un poquito más surfer, pero viviendo en Madrid, una tal vez no pueda llamarse surfer al 100%, ¿o sí? Hay un tipo de vida, su tipo de vida, su forma de vivir el surf y el mar que solo puede entenderse desde esa cercanía al mar. Haberlo vivido con ellos, haber sido así de surfer unos días me ha dado felicidad a raudales. Allí no van a hacer surf, allí viven el surf desde que se levantan, se asoman a la terraza y notan la dirección del viento.
Desde aquel rincón tinerfeño con Juan, Gonzalo, Mónica, Alber y Gonzalo empezaba lo bueno. Yo estaba acostumbrada a ver la previsión para una playa y, después, si en esa playa no cuadraba el baño, buscaba en la que entrara más mar, menos viento… Allí piensan en grande, en la previsión para toda la isla, piensan en este, oeste, norte y sur, en los vientos y qué zonas podrían funcionar. Y, después ya, en las playas.
Por las mañanas la rutina era buscar olas con Mónica. Aprender juntas. Unos días lo logramos y otros días erramos, pero siempre lo pasamos en grande. Aprendí pronto que allí había que ir preparado porque salías por la mañana y si había olas no regresábamos hasta por la noche. Me pasaba el día con el salitre, las cholas y una coleta. En el coche de Mónica, con Nathy Peluso a todo volumen y parando en cada playa que veíamos para enviar reporte al resto del grupo, era feliz.
A Mónica no le da pereza hacer kilómetros, en realidad a ninguno del grupo. Si hay buenas olas se va donde están las olas. Aunque haya que ir por las carreteritas más sinuosas y tengas que sacar la cabeza por la ventana para no vomitar del mareo que llevas. Uno de los días íbamos en la furgoneta por esa carretera con un montón de tablas y poco espacio en el habitáculo. No quería decirles que me estaba mareando, no quería que pensaran que era una flojita. Pero… ay dios… qué carreteras. Al final, tuve que confesarles. “jajajajaa, María, es normal, aquí en esta carretera todos nos hemos mareado alguna vez”. Respiré tranquila.
El primer baño fue en una playa en la que había bastante viento. No había picos muy claros y la corriente te llevaba, pero había olas y estábamos solo nosotras y otro surfer más en el agua. Pronto estaba de charleta con el surfer, me explicó donde salía el pico y me ayudó con un par de olas. ¡Me había estrenado en Tenerife! Aunque lo mejor vendría en los días posteriores. ¡Qué hartón a surfear! ¡Qué maravilla, me dolían los hombros y los brazos! ¡Ya no los sentía! Estaba más pletórica y más feliz que nunca. Intentaba aprender de ellos y absorber cada momento, cada comentario y sugerencia que me hacían para mejorar.
Juan me vio uno de los primeros días: “Esa remada, María, es lo primero que hay que mejorar”. Nadie me había explicado bien cómo debía ser la remada para cansarte menos y ser más eficaz. Así que allí en el agua con ellos fui aprendiendo. Debería haber clases solo de remada, porque generalmente te explican lo de la puesta en pie, pero nunca cómo ser eficiente en la remada. Y después, dos consejos que me grabaron a fuego: baja el culo y mirada hacia la pared de la ola.
“¡Venga, baja el culo!”, gritaba mi amigo Juan, uno de los surfers más auténticos que conozco. Aunque vive en Tenerife es cántabro. Como me sucede con todos los cántabros, a veces me despistaba. El semblante de los cántabros, su forma de expresarse, su seriedad, su seguridad… uno se siente impresionado, tal vez, apabullado. Al principio, uno no sabe si al cántabro en cuestión le caes bien, o mal o regular. Y yo, que soy mujer, ya lo ven, de muchas palabras, me pierdo con ellos que son gente de pocas palabras. Pero ya lo aprendí hace tiempo. El regalo de un cántabro no está en sus palabras, en su forma de dirigirse a ti, sino en todo lo que hacen y cómo lo hacen. Un amigo cántabro no te dice ven cuando quieras, un amigo cántabro te organiza el viaje y si hace falta va a por ti y te lleva de los pelos.
Juan lleva muchos días una go pro al agua y también en el grupo hay una cámara réflex que gobierna muy sabiamente desde el exterior, a menudo, Mónica. Aunque como dice Juan, a Mónica la preferimos siempre, siempre, en el agua. No me pregunten cómo hace Juan para surfear con la go pro y hacer fotos a la vez. Es un misterio para mí insondable. Pero también en eso fueron generosos conmigo. Y, además de la ilusión de tener esas fotos, también podía ver los errores. Así que cuando a mí me parecía que ya estaba bajando el culo un montón, luego veía las fotos y me daba cuenta de que casi iba de pie. En pocos días con mis amigos me vi mejor y, tal vez, lo más importante entendí de forma realista todo lo que me faltaba para poder surfear sola y sin ayuda, tal y como me gustaría. Y, por primera vez, este pensamiento no me entristecía. En esto del surf he ido ampliando mis límites que cada vez me parecen un poquito más lejanos. Y, saben, sé que voy a mejorar porque puedo y porque ahora también conozco mejor mis debilidades y eso me hace más fuerte. Surfeaba con ellos sin presión, sin las exigencias que me pongo a mí misma cada vez que entro al agua y sin tener que demostrar nada a nadie. Y, oigan, eso es muy liberador. Además, mi miedo escénico con ellos se diluía. La magia del surf, el surf de verdad, su surf.
Uno de los días, después de surfear y tomarnos la cerveza de rigor, Dani me bautizó: Mariachi. El por qué del apelativo se queda en esa isla con ellos. Pero reímos todos y desde entonces en el agua cada vez que iba a por una ola, Mónica, gritaba: “¡Mariachi, dale, venga dale!” y Juan: “¡El culo abajo, Mariachi!”. Allí se celebraban todas las olas, y te animaban más que en un estadio entero de fútbol en finales de campeonato. Y así, con mi Mariachi enganchadito a las olas me sentí parte de ese grupo de surfers.
Las olas del surftrip
Esos kilómetros de carreteras con vistas al mar que siempre terminaban en olas y en surf se convierten en fuegos artificiales cada noche en mi cama antes de ir a dormir. Aquellas olas en playas de arena y olas de roca vienen en series a visitarme cuando al terminar el día, ya cansada, vuelvo a imaginarme con ellos. Me recuerdo caminando torpe con el chorchito amarillo tratando de seguirles la pista. Mientras ellos caminaban hábiles como bailarines entre riscos y rocas de todo tipo para acceder a las playas, yo intentaba no matarme con las cholas havaianas (muy monas, pero poco útiles para algunas rocas por las que te resbalabas fácilmente).
Y llevo en mi retina dos playas con especial cariño, por sus olas, y porque con las playas uno conecta, como con las personas, más con unas que con otras. Recuerdo una de ellas, de arena y con uno de los atardeceres más bonitos que he visto desde el agua. El pico más grande se ponía precioso, e intuyo que en invierno esa playa debe regalar olazas de impresión. Me recordaba a alguna de Cantabria. Pero mi corazoncito se quedó enamorado perdido de otra de las playas en las que una tarde todo cuadró para que salieran tubitos y no tan tubitos. Mi sueño. Esas izquierdas a pie de roca… ¡qué baño con ellos! Ya durante el camino hasta la playa en la Berlingo de Mónica iba nerviosa, ella me contaba la experiencia que era cogerse un tubo allí o cómo a veces se ponía grande y esos tubos a pie de roca te ponían al límite. Cuando llegamos a la playa con el resto yo ya iba atacada. Creo que olvidé en el coche la toalla y hasta las bragas para cambiarme después. Sólo iba pensando en si sería capaz o no de entrar. Todo hasta que Juan me dijo: Vas a entrar sí o sí y no te va a pasar nada. Y luego, repasar con ellos sus indicaciones
- Tienes que ir a la izquierda, sí o sí, si vas recto te das con las rocas en pocos segundos.
- Si ves que no puedes ir a la izquierda te tiras
- Si te pilla la serie tienes que estar tranquila y taparte la cabeza. No hagas aspavientos que puedes darte con las rocas.
- Mariachi, mirada a la pared de la ola y culo abajo.
Después, las indicaciones de cómo y por donde entrar y cómo y por dónde salir y todos al agua. Mónica ese día se quedó fuera con la cámara. Y entré. Torpe y con el corazón acelerado. Pero fue tal y como me dijeron, y lo logré. Me ayudaron, fue gracias a la ayuda de todos, pero me sentí orgullosa de mí misma. Pensé en todo lo que había logrado en un par de años, viviendo en Madrid y con pocos euros en los bolsillos. Allí estaba en esa playa, rodeada de surfers y en olas de roca con tubos. Empecé a surfear con mi vida a punto de irse a la deriva, el surf fue como dice la canción, mi esperanza en la deriva. Y, ahora, allí estaba, sujetando firme el timón y con un barco lleno de capitanes intrépidos.
Salí después de unas olas y alguna comida a pie de roca. Me acompañó para salir Dani. Dani tiene un impresionante estilo, sus brazos y sus manos me recuerdan la fluidez de Rob Machado. No conozco a nadie que coja más olas que Dani. Se mueve ligero y rápido. Donde crees que no sale una ola está ahí Dani hartándose a coger olas sin parar. Le ves desplazarse por toda la playa a una velocidad impresionante. Crees que está a tu lado y cuando miras ya se ha hecho dos olas. Salí de aquel baño feliz, valiente, y contenta. Fui con Mónica y estuve viendo el espectáculo de surfers cogiendo esas olas, gritándoles y celebrando con Mónica sus olas: el poderío de Juan cogiendo tubazos con un corcho, el estilo Rob Machado de Dani, el valor de Alber entrando a coger tubos después de un mes lesionado. Ellos son el surf. Después, cervezas en el parking y comentar el baño revisando vídeos y fotos. No creo que hubiese en este mundo nadie más feliz que yo en esos momentos.
Ocadila Surf School o de cómo dejé el corchito
Gonzalo es el propietario de Ocadila la escuela de surf a la que van algunos de los amigos del grupo. También es la escuela de Dani, el pequeño surfer, hijo de Juan que se tira a olas que duplican su tamaño. De hecho, Dani podría darme clases de surf. Tuve también la oportunidad de surfear con Ocadila, con Gonzalo y con una de las profes de la Escuela, Cahora. Os puedo contar que Gonzalo es una sonrisa pegada a un rostro moreno. Tiene una sonrisa de esas en las que uno advierte muchas historias que, tal vez, solo le cuente al mar cuando sale con su lancha. Si vais a Ocadila ya me contaréis. Gracias a Gonzalo probé por primera vez surfear con una tabla de verdad. Dejé el corcho y me dejó una Torq de epoxy con mucho volumen y…. ¡Boooom! Se hizo la magia. Con esa tabla iba muchísimo más rápida y tenía muchas más sensaciones que con el corcho. Culpo a Gonzalo de haberme obsesionado con las Torq. ¡Qué experiencia ir a surfear con las tablas en la lancha hasta llegar a la playa en la que cogeríamos olas! Luego tirar la tabla, tirarte al agua y venga a coger olas una detrás de otra con la Torq. No os engañéis. Los reyes magos no son los padres, son Ocadila.
Le culpo también de esa recurrente imagen en mi cabeza que es Tenerife visto desde su lancha. ¡Menudo día también el de la excursión en lancha! Solo diré que empezó con una excursión en lancha (yo con unas cervecitas de más… ejem…no logro explicarme cómo no me mareé) y terminó con una barbacoa en Ocadila y una especie de show liderado por el cántabro con participación de la extremeña y un italiano. Hay quien va a Ocadila y se queda a vivir allí. Lo entiendo. Eso sí que es como la mafia, una vez que entras en Ocadila… no saldrás de allí. Bendigo a Gonzalo por darme otra ilusión: quiero una Torq 6.10 ó 7.
Hubo más surfers, más olas, más playas, más atardeceres y muchos, muchos kilómetros que siempre daban al mar. Hubo tanto surf del de verdad que no tuve más remedio que dejar un trocito de mi corazón allí. Me lo están cuidando con mimo para cuando vuelva. Va por vosotros.